domingo, 2 de agosto de 2009
Ensayo sobre un regreso virtual.
A la sexta hora de la tarde, todo estaba dicho, como una sentencia fulminante, como un rayo caído sin aún anunciarse la tormenta, violento y descomunal. Sus ojos de pronto se oscurecieron, cualquier emoción anterior le resulto abstracta y superficial, anoto con mucho cuidado la hora y la fecha en su agenda de bolsillo, no se acostumbraba a utilizar la electrónica que le habían regalado por su cumpleaños, y desandando el camino decidió tomarse unos minutos en el café que acababa de pasar de largo hacia apenas unos segundos.
Allí decidiría los próximos pasos a seguir. No más se hubo sentado pidió un expreso y le advirtió al mesero de favor que fuera estilo cubano.
Mira a través del amplio ventanal la calle que comenzaba a ser presa de la tarde, entre dos luces el día se iba. Entregando despacio una brisa suave venida desde el mar a no pocas calles de allí.
Instintivamente apaga el celular. Mirando detenidamente alrededor, sin fijar la vista en nadie paneando como si fuera un director de cine que ensaya una toma. No reconoce a nadie, vuelve la vista hacia la calle.
Traen el café humeante, con un terrón de azúcar. Desea alguna otra cosa. Por ahora no. Gracias.
Sorbe un trago lento del licor y entrecierra los ojos, paladeando despacio. La acidez y el dulzor todo a punto, como un ritual muy añejo y ensayado.
No estaba seguro cuantas calles le faltarían para llegar a la que buscaba, habían pasado veinte años y muchísima cantidad de cosas, como hojas de un enorme expediente se acumulaban los recuerdos de antaño y los de después. Los tristes, los alegres, despedidas, aeropuertos, abrazos y besos, lágrimas que no pueden contenerse que se desbordan sin poder controlarse.
Cartas, cuando no existían los famosos correos electrónicos y las hacia de a dos o tres por día, sentado en la mesa redonda de la casa en la mañana cuando estaba solo y la niña dormía, inspirado en las cosas que en un futuro cercano le aguardaban, pero el destino torcería a su antojo. De un sorbo se acaba la infusión.
El pelo largo tapando las orejas y negro como la noche, sin una sola cana, sin la mas mínima preocupación. Enamorado.
Se sorprende de escuchar nítida una sirena de algún buque que pide puerto. Larga y sonora, cierra por completo los ojos y aspira una bocanada de aire largamente, llega como envuelta de olores de petróleo y asfalto tibio, fresco, recién puesto, embadurnado, piensa en los pilotes anclados en el viejo espigón del puerto, hundidos en la profundidad de una orilla que sirve de embarcadero desde tiempos inmemoriales.
A la sirena le sigue otra mas cerca más aguda, como dos animales extraños que se hablaran en un idioma ajeno, solo conocidos por ellos. Será todavía blanco y azul el color del remolcador, como cuando niño me traía mi padre a verlos desde un lanchón anclado en la bahía que hacia las veces de restaurante y donde me gustaba caminar por la cubierta sin peligro de caer al agua.
Ha pasado tanto tiempo.
Desea otro café, levanta la vista. Automáticamente dice sí. Y el mesero se aleja sin hacer ruido.
Patria y Sequeira, una calle sin salida. Unas casas antes del final a la derecha. Nadie lo esta esperando. La casa es un muladar. La puerta esta amarrada con un viejo alambre y de la ventana solo queda empotrada la reja de obra artesanal de hierro martillado. Estilo Colonial. Se sujeta a la guarda y mira hacia dentro. La vieja sala no existe, los mosaicos verdes están sucios pero algunos todavía conservan el viejo esplendor de antaño, una tras otra las paredes han cedido a los años. El techo esta desplomado en muchos lugares, dejando entrar la poca luz que la tarde va dejando.
El tiempo le nubla la vista, se devuelve a la calle y comienza a retirarse del lugar.
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