El ALTO PRECIO DEL PETRÓLEO.

Dedico este pequeño cuento a mis amigos del Hospital Psiquiátrico de la Habana, la única gente cuerda que conozco.



Abro la llave de la ducha. El agua cae tibia sobre mi cuerpo. Comienzo a relajarme del largo día de agobio. Miro mis manos, están negras, aceitosas. Huelo a petróleo, cierro la llave asustado. Instintivamente tomo una toalla de la repisa y me seco la cara, mis ojos buscan asustados el espejo. Estoy completamente cubierto de petróleo, sí, ese liquido que amamos convertido en gasolina, que desean descubrir muchos en el patio de su casa, pensando en hacerse millonarios, pero que no esperamos ver salir tibio y a presión por la tubería de nuestra ducha.
De repente mis pensamientos vuelan, me recuerdo de los alcatraces, de los pelícanos en las fotos de una playa solitaria de Chile o de Europa, en las enormes bolsas de carburante derramadas en cientos de playas vírgenes. En los supertanqueros, que sé yo. Parado frente al espejo, perplejo, me seco como puedo. Mientras, trato de entender que rayos pasa. En que instante se acabó el agua, o como pudo trocarse un liquido por otro.
Debe ser por la cercanía entre las tuberías, allá abajo. Pero por mucho que se junten, no se filtran los líquidos tan fácilmente.
Escupo varias veces por si me trague sin querer un buche. Creo que no. No hay ninguna maquinaria trabajando afuera. Nadie aviso que harían algún tipo de reparación. Si el agua es cara, me empieza a preocupar, cuanto tendré que pagar cuando llegue el recibo del petróleo.