Lo que guarda una bolsa de mujer, es un dilema nunca entendible por un hombre.
Esperaba cada día llegar a mi madre del jardín de niños donde trabajaba, y después de sacar muchísima cantidad de cosas, de adentro de su bolsa, papeles y documentos, ponía sobre mis manos ansiosas dos panetelas con crema y sonreía.
De allí, podían salir fácilmente, lo juro, conejos y enanos de Blanca nieves, que muchas veces se iban con ella al acabar la faena diaria, lápices enormes de una amarillo muy hermoso, y dibujos de niños que le regalaban como amables obsequios. Planeaciones de clases y discursos políticos por montones, que mi madre leía por encima y tiraba luego a la basura.
A través de los años las bolsas fueron sirviendo para acarrear de la bodega a la casa los mandados que la dictadura fue administrando equitativamente entre los ciudadanos y que ellos jamás usaron.
Las hubo de todo tipo y tamaño, recuerdo aquel invierno frió y largo de 1964, cuando entre las purgas provocadas por los reacomodos de puestos alguien en una junto directiva, “recordó” de pronto que un tío mío había pertenecido al ejercito de la republica y no era digno de ser el vicedirector económico del Ministerio de Transportes. Desde ese mismo instante fue cesado de empleo y sueldo, sin importar el excelente trabajo que venia desempeñando.
Fue mi madre quien salva la situación mostrándole una bolsa de moda. Y diciéndole, venderé todas las que puedas hacer.
A partir de aquel día, la casa se volvió taller, mi tía cosía las bolsas y mi tío las armaba, mi madre las vendió todas.
Estas historias han vuelto a mi cabeza, por que mi mujer tiene invadida de bolsas nuestra casa, de todos los tipos, formas y colores.
Llega de la escuela y se sienta a conversar conmigo y va sacando infinidad de cosas, al punto que me resulta maravilloso comprobar todo lo que viaja en una bolsa, al fondo el dichoso celular, por ello pierdo mi tiempo en querer llamarla jamás lo escucha, de allí salen las mil y una cosas que utilizan en los arreglos cotidianos, pintalabios, cejas, maquillajes, papeles, exámenes, plumas, colores y servilletas, monedas, credenciales y cuanto asunto se trae de la escuela.
A veces la miro y me recuerda a mi madre, esta mujer a la que también adoro como aquella, no trae dos panetelas, pero me mira y sonríe dándome un beso que a mi se me antoja delicioso. Que importa que del baúl salgan volando mariposas y colibríes, duendes, gatos y perros, de papel y todos los personajes de los cuentos infantiles.
La bolsa nunca se llena.
Esperaba cada día llegar a mi madre del jardín de niños donde trabajaba, y después de sacar muchísima cantidad de cosas, de adentro de su bolsa, papeles y documentos, ponía sobre mis manos ansiosas dos panetelas con crema y sonreía.
De allí, podían salir fácilmente, lo juro, conejos y enanos de Blanca nieves, que muchas veces se iban con ella al acabar la faena diaria, lápices enormes de una amarillo muy hermoso, y dibujos de niños que le regalaban como amables obsequios. Planeaciones de clases y discursos políticos por montones, que mi madre leía por encima y tiraba luego a la basura.
A través de los años las bolsas fueron sirviendo para acarrear de la bodega a la casa los mandados que la dictadura fue administrando equitativamente entre los ciudadanos y que ellos jamás usaron.
Las hubo de todo tipo y tamaño, recuerdo aquel invierno frió y largo de 1964, cuando entre las purgas provocadas por los reacomodos de puestos alguien en una junto directiva, “recordó” de pronto que un tío mío había pertenecido al ejercito de la republica y no era digno de ser el vicedirector económico del Ministerio de Transportes. Desde ese mismo instante fue cesado de empleo y sueldo, sin importar el excelente trabajo que venia desempeñando.
Fue mi madre quien salva la situación mostrándole una bolsa de moda. Y diciéndole, venderé todas las que puedas hacer.
A partir de aquel día, la casa se volvió taller, mi tía cosía las bolsas y mi tío las armaba, mi madre las vendió todas.
Estas historias han vuelto a mi cabeza, por que mi mujer tiene invadida de bolsas nuestra casa, de todos los tipos, formas y colores.
Llega de la escuela y se sienta a conversar conmigo y va sacando infinidad de cosas, al punto que me resulta maravilloso comprobar todo lo que viaja en una bolsa, al fondo el dichoso celular, por ello pierdo mi tiempo en querer llamarla jamás lo escucha, de allí salen las mil y una cosas que utilizan en los arreglos cotidianos, pintalabios, cejas, maquillajes, papeles, exámenes, plumas, colores y servilletas, monedas, credenciales y cuanto asunto se trae de la escuela.
A veces la miro y me recuerda a mi madre, esta mujer a la que también adoro como aquella, no trae dos panetelas, pero me mira y sonríe dándome un beso que a mi se me antoja delicioso. Que importa que del baúl salgan volando mariposas y colibríes, duendes, gatos y perros, de papel y todos los personajes de los cuentos infantiles.
La bolsa nunca se llena.
1 comentario:
Para que luego me digas que no tienes empatía con las mujeres…Si vieras la mía te dan los choques y lo mismo hasta te sale espuma por la boca. Tiene, como dice tu relato de todo…es que una mujer precavida vale por dos.
Me ha encantado Ángel.
Besos
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