Un niño de ocho años llora viendo cantar a Gardel, sin hacer ruido, callado, las lágrimas le corren por la cara, en una tarde de domingo, entenderá el trasfondo amargo de un canto que toca tan profundo, un niño. ? Tal vez no sea real y lo he soñado todo.
Los niños no entienden la carga enorme de emotividad que albergan los melodramas. Son tan difíciles de entender los niños.
Lo estoy viendo, enclaustrado por el asma, hacerse amigo inseparable de los libros, disfrutando de la lectura, agobiado por la tos persistente y la falta de aire.
Las madrugadas son eternas, dos mujeres de enfermeras y cuanto remedio conocen los ponen en practica. A veces es tan alta la fiebre que se confunden los personajes de los cuentos, con los fantasmas de las alucinaciones. Como por arte de magia al cantar los primeros gallos, los síntomas amainan y el sueño negado, aparece, como gracia de Dios, pócima maravillosa poniendo tregua a tan cansado pecho y así va ha ser siempre.
Verne, Salgari, La Edad de Oro, regalada por el padre ausente, colman la imaginación del chiquillo que sueña un día ser pirata y otro explorador de islas desiertas.
Pero es en el cine, donde se vuelcan todas las pasiones, presume tiempo después de haber visto un numero descomunal de películas, conoce actores y directores y tiene la suerte de haber visto casi todas las obras maestras del séptimo arte.
Jamás entendí por que aquel niño solitario lloraba oyendo los tangos de Gardel, pudo haber sido la melancolía que envuelve la más bella música Argentina.
Hay tantos Gardelianos en Cuba, que risiblemente algunos, sombrero inclinado y gruesa gabardina, se paseaban ahogándose de calor, tal vez a gusto, por las calles de la Habana.
Ciudad al cabo de personajes contradictorios.
No puedo olvidar a ese niño, lo llevo grabado, calle arriba, calle abajo, de todas esas calles que camino a diario.
Antes de los doce descubre a los Machado, García Lorca, Picasso y Dalí.
Le parece divertido el Romancero Gitano, el ritmo, las historias, aquello de los cinco chorros, como cinco fuentes, nada se le compara.
Prefiere a Galdos, que a Platero y yo, es mas real el sitio de un pueblo que una historia para niños.
Azorín le aburre, pero lo lee, La Barraca y Fortunata y Jacinta, los lee después cuando ha visto una soberbia serie de televisión española. Considera a Miguel Hernández el mejor poeta de la generación del 27, por motivos que asocia interiormente con el abuelo que ha quedado preso en España, al igual que Miguel por luchar contra la embestida tiránica de Franco.
Juega a la pelota y mientras el asma lo deja, es bueno, muchas veces a solas ve los partidos desde la ventana de su cuarto. Aprende pronto a nadar y no tiene mucho tino con las bolas de cristal.
Prefiere llegar de la escuela y montar bicicleta, por otros barrios vecinos, y solo con sus pensamientos se pierde hasta las cinco. Lo recuerdo armando tremendos berrinches por que lo obligan a ponerse camisas almidonadas, crueldad de una época por suerte superada.
No se pierde las aventuras de las 7:30, que recrean historias de corsarios y piratas. Viejos buques guerreros y asaltos descomunales en alta mar. Si es del Zorro, medio barrio infantil se hace disfraz, los flacos y los gorditos, nadie quiere ser el sargento García.
Amarilis es la reina del ultimo carnaval infantil, hoy desfila y pasean tomados de la mano y mañana a ella se la llevan a Miami, el primer amor infantil.
Él va disfrazado de torero Español, verde y oro, de luces, con sombrero negro y zapatillas, pero no ama la fiesta brava, ni le anima, de adulto va una vez, por compromiso a un coso y hubiera preferido que indultaran al toro, no entiende el espectáculo y como no le interesa no hace por conocerlo.
Años después, se hace amigo de un torero retirado, le compra un libro y junto a una paella bien servida y desgraciadamente nada de un buen vino, por estar trabajando, siente el orgullo de estrechar la mano de un hombre sincero y amable.
Aún cuando dos cosas le molestan de los hombres vinculados a los toros, las supersticiones y sus infundadas creencias religiosas, no juzga, acepta.
Para ser niño no deja de ser extraña esa predisposición a tener amigos entre la gente vieja, que cuentan historias y saben de casi todo y además lo que no saben lo inventan muy bien disimulado. Esos viejos que ya no se acuerdan si fueron malos o buenos.
Escucha receptivo las vivencias, sus orígenes, como eran las callejuelas, lo que ahora esta y lo que hubo antes.
Se ríe con las ocurrencias de sus amigos grandes, ves las piernas de esa señora, por tocarlas habría matado, y mira ahora, el tiempo no perdona, ahora no la toco ni aunque me pagara.
Recuerda el carro del pan, iniciando los sesenta, tirado por un caballo y construido bellamente de madera barnizada y el mismo panadero pregonando y el olor a pan recién horneado, que se desliza como recordamos en las caricaturas y los niños salen y la abuela compra.
Ya en la tarde después de la siesta y la película de medio día, algún vecino viene a conversar y es la hora del café, a los niños los convidan con sorbitos, y después nunca mas lo olvidaran, irán por esas calles de Dios con ese sabor en los labios y ni el mejor café de Italia o alguno de la calle ocho de Miami podrá superarlo.
Los niños que se fueron de Cuba, al principio de la Revolución, aprendieron pronto el idioma y las costumbres de los países a donde tenían la oportunidad de llegar, las familias se dividieron, muchos primos nunca se volvieron a ver,
Los amiguitos de la escuela agarraron caminos distantes y se regaron por el ancho mundo.
Los que nos fuimos de adultos nos acordamos de aquellos niños y de los niños que se quedaron, y de los adultos que se fueron yendo en muchas y disímiles oportunidades, estando en la ciudad de México, en una tienda de la colonia Polanco, leo en un periódico que Daina Chaviano se había quedado en no sé que lugar, mi amiguita de la primaria, una niña que soñaba ser bailarina y acabo siendo escritora. Por ella supe de los Beatles, de aquellos cuatro maravillosos músicos de Liverpool, sus nombres y las canciones más populares hasta el año 1966 aproximadamente.
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