jueves, 10 de septiembre de 2009

FRAGMENTO DEL LIBRO "MEMORIAS DE UN GUERRILLERO CUBANO DESCONOCIDO". Juan Juan Almeida.


Cita en el MINFAR. ( Ministerio de las Fuerzas Armadas.)

No pude precisar el tiempo porque yo estaba volando, pero al rato continuamos la marcha y llegamos hasta el MINFAR. Nos estacionamos en el parqueo que da a la Biblioteca Nacional. Jorge Luis, que se había lanzado del auto, fue directamente a la posta del lugar, habló algo y regresó; entonces dirigiéndose a mí dijo que lo siguiera.
Me bajé, pensé correr, pero ¿a dónde iría?, no tenía sentido, así que seguí a mi interrogador. El militar de la puerta nos saludó militarmente. Era un muchacho de tez negra, con su impecable uniforme verde y su boina roja. Le devolví el saludo y entramos en un garaje de incongruente piso de granito, el granito resbala y provoca accidentes, pero a quién le importa eso. Entramos a través de un pasillo hasta un elevador, en el elevador nos esperaba otro militar igual que el de la puerta. Sin decir palabra pulsó el botón del piso 4. Pero antes de llegar al 4° piso, ya comenzaba a imaginar con quién me encontraría. Otro soldado, igual de perfecto, nos guió hasta un saloncito con una decoración bastante oscura y cargada, al mismo estilo del «Objeto 20», un estilo que abusa de la saturación, la tristeza y lo complicado. Con una decoración así cualquiera se emborracha y se deprime. Nos sentamos en una frescas mesas y sillas de mimbre pero con cojines oscuros y adornitos espantosos, las paredes forradas en madera hacían del lugar una caverna oscura; de ellas colgaba una pintura de Stalin acompañada de quizás quince o más fotos antiguas de militares rusos.
¡Qué extraña decoración! Caramba, con un local así yo haría una discoteca.
Nos sentamos a mirarnos y a pensar: Jorge Luis no es un hombre feo, si yo fuera gay me lo almorzaría. De pronto se abrió una doble puerta corrediza y salió un militar al que conozco desde niño; casi me cuadré en posición de firme, pero me ignoró y me volví a sentar, frustrado, a mí que me encanta saludar con abrazos y besos:
—Mayor Pérez Castro —rugió mi viejo conocido queriendo imitar la fuerza de Hércules.
Aquí —contestó Jorge Luis poniéndose en atención y arreglándose su verde uniforme.
—Pase.
Jorge Luis respiró profundamente y como soldado de plomo entró por la puerta. Acto seguido a mi lado vino un militar igual que los anteriores. No me dirigió la palabra, pero como yo estaba bastante aburrido le pedí que me permitiera ir al baño. Me contestó que esperara, abrió la puerta del baño, miró adentro como inspeccionándolo, y luego dijo:
—Pase, es aquí.
Entré, me lavé las manos, el baño estaba realmente limpio, tan limpio que daba pena ensuciarlo. Salí, y cuando me disponía a depositar mis nalgas sobre aquellos feos tapices, escuché la misma voz que hizo saltar a Jorge Luis:
—Que pase el otro.
¡Qué tontería!, el tipo ese me conoce tanto como mi familia, seguramente elogió la barriga de mi madre y fue de los que aplaudió aquel 2 de diciembre en que Fidel anunció mi nacimiento porque me conoce antes de que yo naciera. ¿No pudo decir mi nombre?
Bueno, pues el otro se dispuso a pasar. Me hubiera asustado más si no hubiese sido tan payaso.
—Por ahí —dijo el guardia que me acompañaba señalándome el camino.
Atravesé la doble puerta corrediza y un arco para detección de armas como esas que hay en los aeropuertos. Parece que en esa oficina hay más miedo que dinero. A mi derecha un buró con dos militares conocidos desde niño, Fonseca y Font. Al frente, una mesita con cuatro sillas vacías, y a mi derecha, un gran buró, tres sillas. En una Jorge Luis, y en otra, detrás del gran buró, estaba Raúl Castro con su traje militar de cuatro estrellas. Lo miré a los ojos y sinceramente no sentí miedo aunque sí respeto porque este hombre había sido mi héroe, mi padre, mi hijo, mi tío, mi hermano, mi suerte y mi yo. Permanecí de pie.
—Pasa, siéntate —dijo con firme brusquedad, señalando la silla vacía—, ¿Cómo estás?
—Bien —contesté parco. Por un momento pensé preguntarle por su familia, que era también mi familia, pero el momento no era para cumplidos.
—¿Quién les dijo que yo estaba al frente de todo esto? —Es difícil explicar que desde el primer momento, y todavía no sé por qué, intentó mostrarse como un ser con el sueño de ser adorado.
—Después de leernos la carta firmada por la alta dirección del país, llegamos a la conclusión de que era usted.
—¡Ah! la carta —repitió el General—. ¿Quién dice que les tenemos el teléfono tomado? Eso es muy caro y no gastamos tantos recursos.
Caramba —pensé—, si hubiesen gastado más, sería sólo para una guerra: el helicóptero, los seguimientos… Se me hace que me creyó tonto y por eso comenzó a derrumbarse el inmenso respeto que sentía por aquel hombre.
—¿Tu tienes pasaporte mexicano?
—¿Yo? —le contesté— No, nunca he tenido pasaporte mexicano. —¿Seguro?, por ahí yo tengo grabada la conversación de cuando estabas en un hotel en Varadero, y llamaste a Irina.
—Indira —lo interrumpí para corregirle en nombre de mi hija. —A esa misma —¡Qué irrespetuoso señor Ministro!, ¿me querría intimidar con eso? Continuó jugando al duro y yo continué complaciéndolo—, en la conversación le dijiste que para hospedarse en el hotel, que cogiera el pasaporte mexicano que estaba en la gaveta. Recordaba perfectamente los detalles de aquella conversación que tuve a principios de septiembre del 2003, es cierto que le dije pasaporte a la Forma Migratoria Mexicana que en Cuba todos la conocen por Pasaporte Mexicano o FM3, aunque no sea en realidad un pasaporte. Le dije también que le cambiara mi foto y pusiera la de su enamorado para que pudieran hospedarse en el hotel; pero no lo hicieron, ni siquiera fueron a Varadero esa vez. Lo más bonito es que también recordé que esa conversación a la que el señor Ministro se refirió, la hice desde mi celular a mi casa. ¿Caramba, en qué quedamos, tengo o no el teléfono pinchado? Se me hizo bastante incoherente porque creo recordar que es un delito escuchar conversaciones ajenas. Al menos, según la Constitución. No contesté nada, solamente repetí que yo no tuve pasaporte mexicano y era la verdad. Entonces continuó:
—Eso es falsificación de documentos. ¿No? —le preguntó a Jorge Luis ensayando una absurda e inquisidora pose en la que intentaba mostrarse como el último mástil de la ortodoxia puritana, como si de él yo no hubiese aprendido a cazar, como si de él yo no hubiese aprendido a pasear en yate, como si de él yo no hubiese aprendido a viajar, como si de él yo no hubiese conocido los autos capitalistas, como si por él yo no hubiese conocido las mansiones del Laguito. Pero no importa, no lo critico, porque a mí me gusta esa corrupción.
—Sí General —respondió al segundo el instructor como un disparo.
Yo creo que en este país la gente está loca y a veces creo que yo soy el loco, que tanta gente no puede estar equivocada. La vida es muy corta como para complicarla, ¿por qué no dejan que la gente se divierta?, bastantes problemas existen, somos un país divertido, alegre, los turistas visitan el Caribe entre otras cosas para divertirse, vienen buscando arena, sol, playa, rumba, ron, amores, comida, historias y fiestas. Quisiera entender por qué en Cuba sólo pueden disfrutar los extranjeros. ¿O acaso no es eso lo que significa en lengua afrikáans apartheid? La única diferencia es que a aquellos los dividían por razas o colores y a nosotros por lugar de residencia o cercanía al axis mundi. No jodan, si no quieren que falsifiquemos documentos o compremos pasaportes extranjeros robados simplemente para poder hospedarnos en algún hotel que nos permitan a los cubanos vacaciones en ellos y se les acaba el problema. Además, no olvidemos que esa pequeña libertad es una importante ficha bajo la manga política porque no genera ningún cambio, pero lo parece. Es por eso que todo se complica, «por protegernos». Claro, eso no lo podía decir, si un pedacito de Ministro se molestaba conmigo, ya podía despedirme porque me estaba acusando de falsificación de documentos y con eso era bastante.
—Hace tiempo mi hijo Alejandro te dijo, cuando te fue a ver a tu casa, que quitaras la antena, y no la quitaste por cojonudo, porque tú te crees un pingú y no eres más que un mentiroso redomado. Para no hacerte un registro me traes la antena y no se te ocurra romperla o quitarle algún aditamento. Me la traes completa. Mañana yo salgo para provincia, cuando llegue —hizo una pausa, rectificó y continuó—. No, se la entregas a Francis allá en Seguridad Personal.
¿Serán reales las cosas que uno tiene que oír en este país? Dígame usted si no era mucho más fácil, cuando su hijo Alejandro Castro Espín visitó mi casa y me dijo que mi antena provocaba diversionismo ideológico en mi hija (porque el cuento no es exactamente así como lo pintó el señor Ministro), que me hubiese advertido de quitar mi antena porque ellos no tenían o porque su papá la necesitaba. Con gusto se la hubiera cedido. Evidentemente yo soy mongo y la gente no me entiende. ¿Que no quité mi antena por pingú? No, nada más lejano a mí que un hombre valiente, si no quité la antena fue porque la televisión cubana es demasiado buena, demasiado educativa, demasiado política y las mesas redondas me aburren, y yo soy un subnormal al que le encantan los comerciales, la televisión que no instruye, la que incita al consumismo, la que no tiene programas educativos y sí películas cargadas de violencia, sexo y lenguaje de adultos, la que bombardea y provoca diversionismo ideológico porque muestra otra versión de la verdad. Caramba, qué de malo tiene eso. Por eso no quité la antena, era sencillo de entender, y si me la pidió, claro está que no la rompería ni le quitaría aditamentos, yo no soy ingeniero en nada y no sé desarmar ni una fosforera, yo sólo soy especialista en conocimientos inútiles que únicamente sirven para hacer sentir bien a mis amistades mientras juego dominó.
—Tu hermana Belinda se ha portado muy bien —continuó agrediendo— ustedes la trataron de desviar, por suerte sigue siendo una buena muchacha, por eso es que la respetaremos, a ella no le pasará nada.
Que bueno y bondadoso es el Señor Ministro, ¿él creerá que yo le creí algo de lo que dijo? Noooooooooo, pero eso sí lo agradecí, porque mi hermana Belinda es muy buena persona, ayuda a mucha gente, incluso tiene una bonita historia con un amigo que tiene VIH y tiene fe en esta Revolución, para mí es una persona incuestionable. Las inclinaciones religiosas, sexuales y políticas que tenga cada persona yo las respeto muchísimo. Claro que se ha portado bien, ella brindó sus servicios en Honduras, como médico, cuando el ciclón Mitch, en un lugar que se llama la Mosquitia.
… como lo hiciste con tus hermanas y te las llevaste a Cancún. Tú organizaste todo esto. ¿Quiénes se han creído que son ustedes? Y la otra, la Beatriz, le ha faltado el respeto al instructor, hasta le sacó la lengua, eso es una falta de respeto grave y no lo vamos a permitir, en algún momento lo pagarán.
Es una pena que nada le contestara por no contradecirlo, porque yo no he organizado nunca nada. Lo único que sé organizar son fiestas en mi casa y si me siguieron y me escucharon tanto tiempo deben saberlo muy bien y no permitir que este personaje repita tamaña estupidez creyendo que es información; pero bueno como también escuché de niño: ¡De cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo!
¡Qué país, qué futuro!
El continuó con su monólogo con el claro objeto de impresionar:
—Ahí donde estás sentado estuvo sentado Ochoa y por no decirme la verdad mira lo que le pasó.
No se me ocurrió preguntar qué le había sucedido al General y Héroe de la República Arnaldo Ochoa porque todos los cubanos sabemos que a Ochoa lo fusilaron un amanecer. Yo no sé si era cierto o lo hizo sólo para intimidarme o torturarme psicológicamente. Lo que si sé es que una pregunta rebotó en mi mente. ¿Podía este hombre borrar mi vida en un momento, como según él mismo dijo que hizo con su amigo Ochoa, por tan sólo molestarse un poco? ¿Se podía referir a la vida de una persona con tal desfachatez? En ese instante dejó de importarme mi vida y comencé a pensar en las tantas cosas que dejé de hacer quién sabe por qué. Me faltó quitarme la careta y gritar a las personas cómo soy. Me faltó decirle a mi padre que lo amo infinitamente, que nunca estuve de acuerdo con algunas de sus cosas pero todas, absolutamente todas, se las respeto y se las perdoné. Si no hubiese sido por lo mucho que lo respeto habríamos logrado una relación más bella y se habría enterado de lo buen amigo que sé ser. Tampoco sé por qué nunca hizo nada por unir a todos sus hijos y permitió tanta desunión. Me faltó despedirme de mi madre. Hay cientos de maneras para despedirse de alguien: un beso, hasta aquí, adiós, hasta luego, nos vemos, chao, hasta siempre y muchísimas más; pero no pude expresarle ninguna de ellas a mi madre. Eso me faltó. Me faltó ser una mejor persona, me faltó decirle a mis hermanas lo que siento por ellas. Me faltaron tantas cosas y este tipo me mostraba en ese preciso momento que él, todopoderoso, podía hacer que yo nunca lograra las cosas que me faltaban por hacer. Era el poder de un sólo hombre y no se debería permitir que un hombre fuera omnipotente. Había llegado a pensar que el verdadero amor y respeto que yo sentía por aquel hombre y por su familia eran recíprocos, pero estaba equivocado. Qué extraña sensación nos deja el autoengaño. Viví 38 años de mi vida autoengañado. Queriendo y respetando una imagen que se desmoronaba irremediablemente ante mi vista; qué triste darse cuenta de que las cosas que crees no son como las defendiste. Continuó hablando y hablando, yo sólo recordaba y mientras lo hacía iban cayendo, uno a uno, los hermosos recuerdos, como cuando de niño me sostenía en su espalda, en Varadero, para descansar del agotamiento de aprender a nadar, o como cuando jugábamos al tiburón y cariñosamente me asustaba con su voz de trueno. Cuántos cumpleaños juntos, cuánta risa. En la infancia yo achicaba los ojos intentando achinarlos con el sólo propósito de parecerme a él.
Cerró la entrevista con broche de oro:
—¿Tú crees que tu hermana Beatriz se quiera ir ilegalmente de Cuba?
—No —le contesté— y si se ha enterado que en algún momento ella lo ha comentado, sólo deben ser fanfarronerías.
Yo no podía saber lo que mi hermana pensaba o no hacer, pero presentí que si decía lo contrario o titubeaba al responder la recluirían. —Tenemos información —continuó— que tú has servido a los servicios de inteligencia extranjeros, tenemos pruebas y quiero que me digas la verdad.
Cuando escuché esto me quedé literalmente muerto, era lo último que yo esperaba escuchar. Yo nunca, NUNCA HE SERVIDO A NINGÚN SERVICIO DE INTELIGENCIA EXTRANJERO. No soy agente, ni lo seré, de nadie, ni de nada.
Salí de allí con los sentimientos totalmente encontrados, mis pedestales vacíos, mis valores alterados, asqueado de muchas cosas, pero no derrotado, dispuesto a enfrentar lo que viniera.
Durante el camino de regreso permanecí callado. Alguien habló, pero yo no podía escuchar nada, me sentía pequeño y todo alrededor me aplastaba, era difícil describir el tremendo vacío que llevaba
dentro. Las balsas, los remos, los balseros. No están locos, están vacíos. Qué espantosa realidad.

Juan Juan Almeida
La Habana

Gracias a mi amigo Tony Prieto por este envio.

4 comentarios:

Carmen Rivero Colina dijo...

Desgarrador Ángel...me quedé sin palabras....muy fuerte.
besos

Angel Collado Ruíz dijo...

Y este joven que narra es hijo de un Comandante "historico" de la revolución cubana, y no es el unico hijo de un personaje que decide escribir y emigrar.Cierto muy dificil. Es como si estuvieras sentado frente al Capo de todos los capos y tu vida no valiera nada.

Anónimo dijo...

Para Juan Juan saludos desde Uruguay, he tenido la ocasion de conocerte en dos ocasiones. Siempre adelante!!! Recibe un saludos democratico desde nuesto pais. GG

Angel Collado Ruíz dijo...

He vuelto a este trozo de narración, y he recordado algo que se queda grabado del edificio de las FAR, oscuro , denso y misterioso. Secretismo, y empleados que pasan como sombras. Las conversaciones son pocas y llevan un cargado tinte fingido.