sábado, 3 de enero de 2009

Habana. 1974 . A Mirna.

Desde el centro mismo de la selva los tambores repican sin cesar, aún los oigo frenéticos retumbar, en compases altisonantes y contrastados que sumergen los cuerpos en sudor, trance y pasión, la fiesta empieza cada noche puntual, las palmeras se iluminan y las siluetas caminan embelesadas por las márgenes de los ríos de formación natural.

Todo es silencio desde la otra orilla de la calle, adentro un mundo existe de luces y mujeres que frotan los trajes con adornos hechiceros que robaron al pasar por los sutiles y recónditos parajes de otras selvas tropicales y los convirtieron en propios. Largas piernas y entonados bustos perfectos y misteriosamente públicos en el discreto encanto de las sombras y el influjo de los asombros, no cesan los tambores, aún los recuerdo, mágicos sonidos tropicales cómplices en la humedad tibia de la noche.

Por un camino dos se pasean, son viejos caminos conocidos y van seguros, al doblar una calle, no me pregunten cuál, una casa olvidada y el silencio de la noche y a lo lejos los tambores que nunca van a parar de tocar y ellos incrustados contra la reja danzando a su manera, como la rumba, como la mar, con la cadencia de los afortunados, en la noche tibia y húmeda.

Desde la reja a la profundidad del mar sienten en sus vientres la fricción y el fuego de la noche tropical y los tambores que no cesan de tocar, se irán, pero continúan allí, en el recuerdo de los olores que taladran y persisten desde el fondo salado del mar, como sombras que después de esa noche se vuelven recurrentes al ritmo de las olas en la playa de la calle de la casa abandonada, al son de los tambores que no cesan de tocar y el embrujo de las cosas que nunca se pueden olvidar.

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